Temas de reflexión 2023 de la ANE

 

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Mayo: Adoración y Sacrificio

HOSTIA SANCTA

"¡Qué hostia la del altar! ¡Qué sacerdote Jesús! ¡Con qué sentimiento y fervor se ofrece! ¡Con cuáles disposiciones hizo su holocausto, y dura su acción, siquiera sea incruenta, y se perpetúa y queda inmanente en el orden sobrenatural! ¡Qué aroma purísimo despide aquella víctima santa, presentada ante el excelso trono del Dios inmortal! ¡Qué frutos óptimos puede reportarnos esta oblación dignísima, si nos unimos en el espíritu, humano y divino a un tiempo, del verbo encarnado, crucificado, muerto, resucitado y ascendido a los cielos, y sentado eternamente a la diestra del Padre! ¡Cómo podemos subir por él la escala de oro de la contemplación y de la oración, elevándonos de virtud en virtud, llevados por Jesucristo, como polluelos de águila, a las elevadas regiones del espíritu, y en cierto modo cubiertos o sobre vestidos de sus méritos, como dice san Pablo! Materia es ésta digna de meditación profunda, y capaz de elevar el alma cristiana a las altas cumbres de la contemplación sublime, desde las que el espíritu lo escudriña todo, hasta las cosas ocultas de Dios (L.S. (1872) T.III, p.201-204).

A veces nos olvidamos de que la Eucaristía tiene una dimensión netamente sacrificial. Por eso la ofrece un sacerdote. El oficio propio de un sacerdote es ofrecer el sacrificio. El Sumo y Eterno Sacerdote es Jesús, el gran sacrificio, uno y para siempre eficaz es el que Él ofrendó en la Cruz. La Eucaristía no es otro sacrificio, sino el mismo de la Cruz.

Cuando en nuestras vigilias de adoración empezamos con la Santa Misa, lo hacemos con un profundo sentido teológico. Adoramos una hostia, una víctima sacrificial, por eso nos unimos a ella en la ofrenda, y luego prolongamos su sentido en la adoración. Se trata de que uniéndonos a Cristo podamos subir como llevados por él a las alturas del amor divino.

Sacrificio es hacer algo sagrado, separarlo totalmente de lo profano ofreciéndoselo a Dios para resultarle agradable. Para que aplaque su santa justicia ofendida. Que la Eucaristía es sacrificio está en las mismas palabras de la consagración: “que se entrega” “que se derrama” “para el perdón de los pecados” “por vosotros y por muchos”. Por eso nos ponemos de rodillas en ese momento santo, para adorar el sacrificio que nos salva.

«(Cristo), nuestro Dios y Señor [...] se ofreció a Dios Padre [...] una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) la redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio (Hb 7,24.27), en la última Cena, "la noche en que fue entregado" (1 Co 11,23), quiso dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) [...] donde se representara el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz, cuya memoria se perpetuara hasta el fin de los siglos (1 Co 11,23) y cuya virtud saludable se aplicara a la remisión de los pecados que cometemos cada día (Concilio de Trento: DS 1740).

El sacrificio necesita eso: un sacerdote, una víctima y una ofrenda, cuando en la Santa Misa se renueva el sacrificio de la Cruz, coincide el sacerdote (mediante el sacramento del orden) y la víctima (mediante el sacramento de la eucaristía), sólo varía el modo de ofrecerse pues ya no es cruento y sangriento como en el Calvario. Jesús ya está resucitado y glorioso, y esa victoria no se la quita nadie. Jesús desde el Cielo sigue presentando al Padre su único sacrifico, por su eficacia se perdonan nuestros pecados.

En el Antiguo Testamento el sacerdote ofrecía muchos tipos de sacrificio, cada día la sangre de animales y ofrendas vegetales se ponían sobre el altar para buscar la paz, el perdón y otras gracias divinas. El Templo era el centro del Pueblo de Israel, hecho según el modelo del templo celestial, fue diseñado por Moisés al dictado de Dios. Pero todo aquello eran figuras de lo auténtico y verdadero que nosotros vivimos en la Misa y Adoración. Así nos lo enseña el Nuevo Testamento:

(Hb 9, 25-28) Pues no penetró Cristo en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro, y no para ofrecerse a sí mismo repetidas veces al modo como el Sumo Sacerdote entra cada año en el santuario con sangre ajena. Para ello habría tenido que sufrir muchas veces desde la creación del mundo. Sino que se ha manifestado ahora una sola vez, en la plenitud de los tiempos, para la destrucción del pecado mediante su sacrificio. Y del mismo modo que está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio, así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud, se aparecerá por segunda vez sin relación ya con el pecado a los que le esperan para su salvación.

Con una sola ofrenda, en el que se identifican Sacerdote y Víctima, con su propia sangre, Jesús ha sido capaz destruir totalmente el pecado para siempre. No necesita repetirlo, un solo acto sacrificial ha conseguido lo que no podían los miles de sacrificios anteriores: entrar eficazmente en el Cielo, el auténtico templo de Dios, y desde allí esperar a que todos los enemigos sean puestos como estrado de sus pies.

Deberíamos ser muy conscientes de que cuando nos ponemos de rodillas ante el Cristo Hostia, Jesús está ofrecido al Padre para destruir nuestro pecado. ¿Acaso no merece eso adoración por nuestra parte? ¿No es motivo profundo para inclinar nuestro orgullo? El nombre de “Misa” significa “enviada” en latín. ¿Qué ha sido enviada? ¡La ofrenda del sacrifico hasta el altar del cielo!

Los santos tenían clara conciencia de este tesoro de la Iglesia, la Misa es el sacrificio de la Ciudad de Dios:

«Esta ciudad plenamente rescatada, es decir, la asamblea y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal por el Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, llegó a ofrecerse por nosotros en su pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una tan gran Cabeza. Tal es el sacrificio de los cristianos: "siendo muchos, no formamos más que un sólo cuerpo en Cristo" (Rm 12,5). Y este sacrificio, la Iglesia no cesa de reproducirlo en el Sacramento del altar bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí misma (San Agustín, De civitate Dei 10, 6).

Vivir nosotros el sacrificio de Jesús, ofrecerlo como sacerdotes y ofrecernos como víctimas nos permitirá subir hasta el sol divino elevados por los méritos de Jesús como anhelaba también santa Teresita:

¡Oh, Verbo divino!, tú eres el Águila adorada que yo amo, la que atrae. Eres tú quien, precipitándote sobre la tierra del exilio, quisiste sufrir y morir a fin de atraer a las almas hasta el centro del Foco eterno de la Trinidad bienaventurada. Eres tú quien, remontándote hacia la Luz inaccesible que será ya para siempre tu morada, sigues viviendo en este valle de lágrimas, escondido bajo las apariencias de una blanca hostia… Águila eterna, tú quieres alimentarme con tu sustancia divina, a mí, pobre e insignificante ser que volvería a la nada si tu mirada divina no me diese la vida a cada instante. (Santa Teresita, Historia de un Alma).

¿Soy consciente de esta dimensión de la Misa?

¿Me ofrezco yo mismo como víctima junto con Jesús en el ofertorio?

¿Pido por los sacerdotes que tengo cerca?

 

 

 

JUNIO: Adorar con fe

MISTERIUM FIDEI

“Dios ha afirmado y apoyado su palabra con testimonios irrefutables, y al alcance de la razón humana. El hombre sabe que Dios es infinitamente superior a él, que no puede ni quiere engañar a nadie, y que tiene el derecho de pedir al hombre que le honre por un acto de fe en su palabra, por increíble que sea esta palabra a su limitada inteligencia. Entonces se somete y dice ¡Dios mío, creo! Y lo dice con amor, porque sabe que honra a Dios y le agrada con su fe. Ved ahí un gran acto de virtud. Ved ahí una fe digna de la mirada de Dios, y de los ángeles. Ved ahí un corazón sumiso que mueve el corazón de Jesús, y hace descender sobre él grandes gracias” (L.S. Tomo VII 1876 pág. 409-420).

La Eucaristía es misterio de fe como ninguno. Tenemos el testimonio irrefutable de Dios “esto es mi cuerpo”, “esta es mi sangre”, Dios tiene derecho a que le creamos, porque no puede ni engañarse ni engañarnos. Nuestra inteligencia tan limitada es elevada con ayuda de Jesús, y asentimos al gran misterio ¡Creo Jesús! En tu presencia Eucarística y en todo lo que tú nos revelas. Tu palabra es infalible. Adoro y creo Jesús, que esta sea nuestra oración en esta noche.

En un mundo de incredulidad, donde tanta gente ha perdido la fe, donde se burla la autoridad de Dios y de la Iglesia para enseñarnos lo que no sabemos, nosotros queremos creer. Pidamos hoy al Señor, que nuestra fe nos acompañe a lo largo de nuestra historia, y que la fe nos eleve al cielo.

“La naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la eucaristía, que es el precioso alimento para la fe, el encuentro con Cristo presente realmente con el acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida. En la eucaristía confluyen los dos ejes por los que discurre el camino de la fe. Por una parte, el eje de la historia: la eucaristía es un acto de memoria, actualización del misterio, en el cual el pasado, como acontecimiento de muerte y resurrección, muestra su capacidad de abrir al futuro, de anticipar la plenitud final. Por otra parte, confluye en ella también el eje que lleva del mundo visible al invisible. En la eucaristía aprendemos a ver la profundidad de la realidad. El pan y el vino se transforman en el Cuerpo y Sangre de Cristo, que se hace presente en su camino pascual hacia el Padre: este movimiento nos introduce, en cuerpo y alma, en el movimiento de toda la creación hacia su plenitud en Dios”. (Lumen fidei 44).

Como las dos direcciones de una cruz, la fe nos impulsa hacia adelante y nos eleva hacia arriba. Nos hace penetrar en lo alto y lo ancho del Amor de Cristo en la Eucaristía. Vemos con mayor profundidad que a simple vista, es como un telescopio que nos hacen ver más lejos o un microscopio que nos permite ver detalles escondidos.

Acercarse a Jesús requiere fe: ¡grande es tu fe!, ¡tu fe te ha salvado! Son muchas las ocasiones en que Jesús alaba en los evangelios la fe de algunos de sus discípulos. Pero otras veces les reprocha ¡hombres de poca fe! ¡oh generación incrédula! Hoy nos sentimos así, tenemos fe en la Eucaristía, pero en realidad, si tuviéramos fe como un granito de mostaza… Pidamos más fe.

Toda la gente, al verle, quedó sorprendida y corrieron a saludarle. El les preguntó: «¿De qué discutís con ellos?» Uno de entre la gente le respondió: «Maestro, te he traído a mi hijo que tiene un espíritu mudo y, dondequiera que se apodera de él, le derriba, le hace echar espumarajos, rechinar de dientes y le deja rígido. He dicho a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido».

Acudamos a Jesús, como aquella gente, corriendo a saludarle, sorprendidos de su presencia entre nosotros, presentemos el motivo de nuestra dificultad: los malos espíritus no nos dejan ponernos en postura de adoración. Para ellos nada hay más humillante que inclinarse respetuosamente ante Jesús y prestar atención a su palabra.

El les responde: «¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros? ¡Traédmelo!» Y se lo trajeron. Apenas el espíritu vio a Jesús, agitó violentamente al muchacho y, cayendo en tierra, se revolcaba echando espumarajos.

Pero los mismos espíritus caen ante la Presencia Majestuosa de Jesús. Nosotros también nos inclinamos, pero voluntariamente, y reconocemos con pena, que Jesús tiene razón, que nuestra fe es muy poquita, que apenas nos creemos que Jesús pueda librarnos de las malas inclinaciones, de las culpas acumuladas… con timidez le decimos, si puedes…

Entonces él preguntó a su padre: «¿Cuánto tiempo hace que le viene sucediendo esto?» Le dijo: «Desde niño. Y muchas veces le ha arrojado al fuego y al agua para acabar con él; pero, si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros.» Jesús le dijo: «¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para quien cree!» Al instante, gritó el padre del muchacho: «¡Creo, ayuda a mi poca fe!»

Y ante aquella muestra de debilidad, Jesús parece airado ¿cómo que si puedes? ¡Puedo, pero tú has de tener fe!En realidad, es una cara de enfado un poco engañosa, Jesús está llevándonos a una súplica más confiada, más auténtica: ¡Creo, pero aumenta mi pobre fe!

Sea esta hoy nuestra adoración, como la de aquel hombre, humillándonos ante su presencia, reconozcamos nuestra limitación y acudamos a su poder: puedes Jesús, lo creo, y puedes tanto, que puedes incluso fortalecer mi fe.

Cuando Jesús entró en casa, le preguntaban en privado sus discípulos: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle?» Les dijo: «Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración».

Fe y oración, fe y adoración, no hay otra receta para expulsar algunos malos espíritus. Los santos lo han tenido siempre muy claro. San Manuel González, propuesto por Juan Pablo II como modelo de fe eucarística nos decía…

«¡Está aquí! ¡Santa, deliciosa, arrebatadora palabra, que dice a mi fe más que todas las maravillas de la tierra y todos los milagros del Evangelio, que da a mi esperanza la posesión anticipada de todas las promesas, y que pone estremecimientos de placer divino en el amor de mi alma! ¡Está aquí! Sabedlo, demonios que queréis perderme, enfermedades que ponéis tristeza en mi vida, contrariedades, desengaños, que arrancáis lágrimas a mis ojos, pecados que me atormentáis con vuestros remordimientos, cosas malas que me asediáis, sabedlo, que el Fuerte, el Grande, el Magnífico, el Suave, el Vencedor, el Buenísimo Corazón de Jesús está aquí, ¡aquí, en el Sagrario mío! «Padre eterno, ¡bendita sea la hora en que los labios de vuestro Hijo unigénito se abrieron en la tierra para dejar salir estas palabras: «Sabed que yo estoy todo los días con vosotros hasta la consumación de los siglos»!

¿Qué sería de mí si perdiera la fe en la Eucaristía?

¿Mis actitudes en la Iglesia corresponden a mi fe eucarística?

¿Me duele cuando tengo noticia de una profanación?

 

 

 

JULIO: Adorar y dar gracias

DEO GRATIAS

La Creación es un beneficio inexplicable a no ser por el amor: la Conservación, la Redención, la Gracia Divina, los Sacramentos, son otros tantos beneficios derivados de la bondad de Dios. ¿Cómo recompensarlos? Imposible. ¿Cómo agradecerlos? Imposible también; porque todos aquellos dones supremos tienen un valor infinito que no admite, en lo humano, equivalencia ni precio. Pues bien, el Señor, que es rico en misericordia, nos otorgó este favor también de darnos un medio sobre excelente de agradecer, ofreciéndonos en la sagrada Hostia una acción de gracias, no sólo adecuada, sino perfectamente digna de aquellas mercedes, así como del generoso Autor de ellas y de infinito aprovechamiento además para los mismos que han recibido los beneficios. (L.S. Tomo. V, 1874, págs.121-123).

La Adoración de hoy y de siempre tiene un profundo sentido de acción de gracias. Celebrar y adorar la Eucaristía es dar gracias de la forma más perfecta que se puede concebir. Uno más de tantos regalos, después de crearnos, conservarnos, redimirnos, divinizarnos… Dios nos regala la eucaristía además para que le podamos dar gracias por todo lo anterior.

Si la Adoración es continuación de lo que se celebra en la Santa Misa, el hecho de postrarnos en silencio ante Jesús en la Custodia debería ser una acción de gracias por todos los beneficios, que mes tras mes, recibimos de la bondad de Dios. Además, dicen que quien agradece, ensancha su corazón para recibir nuevos beneficios. No nos olivemos nunca de dar gracias a Dios por todo, no esperemos a perder tal o cual cosa para darnos cuenta de que es un regalo.

El Catecismo nos enseña que “La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte cada vez más en lo que ella es. En efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su Cabeza. (CEC 2637) Al igual que en la oración de petición, todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias. (CEC 2638)

Adoremos pues al Señor con un profundo agradecimiento en nuestros corazones, uniéndonos a la acción de gracias que Cristo ofrece al Padre. Velemos en esta noche ante el Santísimo como nos invita la Escritura: “Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Col 4, 2). Tomemos ejemplo de aquel leproso samaritano:

(Lc 17, 11-19) Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»

Hoy, de alguna manera, también nosotros hemos venido al encuentro del Señor, él pasa por nuestros pueblos, por nuestras ciudades, cada día en la Eucaristía, y nosotros, que algo sabemos ya de su fama nos acercamos, con nuestras lepras y pecados, y un poco como a distancia le decimos ¡ten compasión de nosotros!

Es hermosa esta oración para repetirla ante el Santísimo. En el fondo, nuestro turno es semejante a ese grupo de leprosos, que un poco a distancia, eleva la voz para suplicar al Señor… ¡ten compasión de nosotros!

Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes.» Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano.

Y Jesús desde la custodia, nos indica, los sacerdotes. ¡Son sus ministros! Cuanto, bien recibido por sus manos, en el sacramento de la Confesión, en la Unción de Enfermos. Las manos del sacerdote son las manos de Cristo que sanan heridas y enfermedades, materiales y espirituales. No una, sino muchas veces hemos salido confortados de hablar con los sacerdotes de Dios, demos gracias hoy también por todos los sacerdotes que Él ha puesto en nuestra vida. Por el que me bautizó, por el que me dio por primera vez la comunión…

Cuando recibimos un beneficio ¡hay que dar gracias a Dios! De todos aquellos leprosos, sólo uno volvió. Y cuando se encontró de nuevo con Jesús, se postró y adorándolo, le dio las gracias. Dos actitudes en íntima unión: acción de gracias y adoración. Aquel leproso hoy puedes ser tú. Imítalo.

Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?» Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado».

Es de bien nacidos ser agradecidos. Gracias es una de las primeras palabras que enseñamos a los niños. Jesús se molesta de que no se muestren agradecido los otros nueve. No tanto por él, sino porque sabe que el bien de ellos está en reconocer los beneficios recibidos. Y le da pena que no se den cuenta de quién les ha sanado… Señor, ¡que nunca sea yo ingrato! Por todos los que no te dan las gracias yo hoy te digo: gracias, gracias, gracias.

Santa Bernardette, la vidente de las apariciones de Lourdes, poco antes de morir hizo una oración de acción de gracias muy digna de ser meditada.

Por la pobreza en la que vivieron papá y mamá, por los fracasos que tuvimos, porque se arruinó el molino, por haber tenido que cuidar niños, vigilar huertos frutales y ovejas; y por mi constante cansancio… te doy gracias, Jesús. Te doy las gracias, Dios mío, por el fiscal y por el comisario, por los gendarmes y por las duras palabras del padre Peyremale… No sabré cómo agradecerte, si no es en el paraíso, por los días en que viniste, María, y también por aquellos en los que no viniste. Por la bofetada recibida, y por las burlas y ofensas sufridas; por aquellos que me tenían por loca, y por aquellos que veían en mí a una impostora; por alguien que trataba de hacer un negocio…, te doy las gracias, Madre. Por la ortografía que jamás aprendí, por la mala memoria que siempre tuve, por mi ignorancia y por mi estupidez, te doy las gracias. Te doy las gracias porque, si hubiese existido en la tierra un niño más ignorante y estúpido, tú lo hubieses elegido (…) Por ti mismo, cuando estuviste presente y cuando faltaste… te doy las gracias, Jesús.(Bernardette Soubirous, Testamento Espiritual)

Impresionante grado de agradecimiento. Cuando no sólo agradecemos lo bueno, sino incluso las cosas malas que nos han hecho reconocer nuestra pequeñez y acercarnos más a la Misericordia Divina.

¿Hay algo en mi vida por lo que me cueste dar gracias a Dios?

¿He sentido alguna vez que Jesús me da las gracias por algo?

¿Alguna vez me ha molestado no recibir una muestra de gratitud?

 

 

 

 

AGOSTO: Adorar con caridad

POR EL AMOR DE DIOS

¡Oh Madre de Dios! Nos postramos a los pies de vuestra grandeza, para implorar con humildad un destello de vuestra luz de gloria que ilumine con sus resplandores nuestra comunión, encendiendo nuestro corazón en el amor divino para recibir con fruto, real y sustancialmente, al mismo Dios y hombre verdadero que, bajo las especies sacramentales, se acerca a nosotros por su amorosa condescendencia, no obstante nuestra miseria e indignidad. (L.S. Tomo XV (1874) Pág. 288).

Bella esta oración con la que Luis de Trelles pide a la madre de Dios que encienda nuestro amor en amor divino, es decir, en caridad, para poder acercarnos de una manera más fructuosa a la Eucaristía, a la comunión y a la adoración.

La caridad, he ahí el secreto de toda nuestra relación con Dios, lo que marca la calidad de nuestro encuentro con él. Caridad es calidad. Cualquier obra, si está hecha con amor de Dios, cobra un valor enorme, se hace merecedora de gracia. ¡Cuánto más si esa obra es tan digna como la adoración eucarística!

Adorar con caridad, con intenso y fervoroso amor de Dios en el pecho debería ser nuestro objetivo cada vez que acudimos ante el sagrario. No sin motivo la Eucaristía se llama Sacramentum caritatis. Porque es signo del amor de Jesús, pero también porque el modo de acercarnos a él es amando.

La Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En este admirable Sacramento se manifiesta el amor «más grande», aquel que impulsa a «dar la vida por los propios amigos» (cf. Jn 15,13). En efecto, Jesús «los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Con esta expresión, el evangelista presenta el gesto de infinita humildad de Jesús: antes de morir por nosotros en la cruz, ciñéndose una toalla, lava los pies a sus discípulos. Del mismo modo, en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos «hasta el extremo», hasta el don de su cuerpo y de su sangre. ¡Qué emoción debió embargar el corazón de los Apóstoles ante los gestos y palabras del Señor durante aquella Cena! ¡Qué admiración ha de suscitar también en nuestro corazón el Misterio eucarístico! (Sacramentum caritatis, 1).

Entregándonos su presencia sacramental, Jesús nos confirma que su amistad va en serio. A la hora de marcharse, encuentra la manera de, a pesar de todo, quedarse. Porque nada quiere más el amigo sino la presencia del otro amigo. Para Jesús sus delicias es estar con los hijos de los hombres, para nosotros ¿nuestra delicia es estar con el Hijo de Dios?

Hoy deberíamos tratar de imitar a Juan en la última Cena. Es decir, ponernos en su lugar para con él, amar y adorar a Jesús Eucaristía. Que sintamos fuertemente la pena de ver cómo ante el amor de Cristo entregado hay sin embargo quienes piensan en traicionarlo.

(Jn 13, 22-26) En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará.» Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la mesa al lado de Jesús.

El que Jesús amaba, ese eres tú. Haz como Juan, procura situarte bien en esta noche. Ahí, al lado de Jesús, ante su altar. Piensa cuantas veces tú mismo le has entregado a Jesús.

Simón Pedro le hace una seña y le dice: «Pregúntale de quién está hablando.». El, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice: «Señor, ¿quién es?» Le responde Jesús: «Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar».

Y haz lo que Juan, recuéstate en el corazón de Jesús, recuerda su grandeza y recuerda tu pequeñez, y piensa como el amor ha deshecho la distancia. Ten caridad con Cristo, él la tiene contigo. A Jesús le duele especialmente que es uno de los suyos quien le traiciona. “Si mi enemigo me injuriase lo aguantaría, si mi adversario fuera contra mí, me burlaría de él, pero eres tú mi amigo y confidente, a quien me unía una dulce intimidad” el que moja en mi mismo plato…Pero aquello no apaga el amor de Jesús, lo hace crecer:

(Jn 15,9-17) Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado.

Permanecer ahí, en el amor de Jesús, en su corazón, junto a su Sacramento. Ahí estamos ante el torrente que baja del Cielo, desde el Seno de la Trinidad hasta nosotros, pasando por el corazón humano del Verbo encarnado. Permanecer en su amor y adorar en su amor, acabará por llenarnos de gozo. El gozo colmado es la felicidad.

Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer

Jesús nos llama amigos, lo somos realmente, y nos pide que extendamos su amor. La Eucaristía nos debe llevar a amar a los hermanos, con caridad. Caritas es amor divino no simplemente ayuda económica a gente que no conocemos. Se trata de hacerse amigos, en Cristo. Una adoración verdadera sin duda nos debería comprometer más en la labor caritativa de la Iglesia.

Los santos nos dan ejemplo de ello. Quizá la Madre Teresa es quien mejor lo recuerda para nuestro mundo de hoy.

"Nuestra vida tiene que desarrollarse en tomo a la Sagrada Eucaristía. ... fijen los ojos en Aquél que es la luz; acérquense de corazón a Su Divino Corazón; pídanle que les conceda gracia para conocerlo, amor para amarlo, valentía para servirlo. Búsquenlo con todas sus fuerzas".

"Por intermedio de María, la causa de nuestra alegría, ustedes descubrirán que nadie en la tierra les recibirá con mayor alegría, nadie en la tierra los amará más que Jesús, que vive y que está verdaderamente presente en el Santísimo Sacramento. ... Él está ciertamente allí, en Persona, esperándolos.” “No podemos separar nuestra vida de la Eucaristía, porque si llegamos a hacerlo, en ese mismo momento algo se rompe. La gente pregunta, '¿De dónde sacan las hermanas la alegría y las fuerzas para hacer lo que hacen?' La Eucaristía no implica sólo el hecho de recibir, sino también el hecho de saciar el hambre de Cristo. Él nos dice, 'Vengan a mí', porque Él tiene hambre de almas".

¿Adoro a Cristo con amor?

¿Qué muestras de amor hay en el ritual de nuestras vigilias?

¿Cómo llevo la caridad que recibo ante la Eucaristía a los demás?

 

 

SEPTIEMBRE Adorar a Cristo Preso

DIVINO PRISIONERO

"Vuestro encierro voluntario.... es un portento de caridad que asombra al que advierte y considera vuestra voluntaria clausura en el tabernáculo, que es la última forma de humildad de un Dios hecho hombre, que no contento con reducirse a la última expresión de la materia, cumple su promesa infalible de estar con nosotros hasta la consumación de los siglos. Todo lo pasa el Señor amantísimo, por afecto a sus hermanos en la carne, y porque ha querido renunciar a su libertad de acción, declarándose doblemente preso: por su promesa y por su amor inefable”. (Artículo escrito por don Luis estando preso y publicado en la revista La Lámpara del Santuario, tomo 3, (1872) págs. 168-171).

Trelles nos invita a contemplar a Cristo en la Eucaristía, medito en el Sagrario, como a un cautivo medito en una prisión. No puede salir de ahí si no le abren la puerta, pasa las horas y los días sin compañía, agradece las visitas de todo corazón… Pero hay algunas diferencias: Cristo está ahí ¡voluntariamente! y ¡es inocente! Los presos normalmente acaban en la cárcel por sus propias culpas, Cristo está en el sagrario para purificar las nuestras. Los presos normalmente van al cautiverio contra su propia voluntad, Cristo está en el sagrario por iniciativa propia… por una iniciativa de amor. Para poder estar cerca de nosotros y para suscitar nuestra misericordia. Cristo se hizo mendigo, se hizo hambriento y se hizo… preso, para tocar nuestro corazón.

El Magisterio de la Iglesia siempre nos ha recordado que visitar a los presos es una de las obras corporales de misericordia. Nada tan hermoso como ofrecer nuestra compañía y consuelo a quien sufre la soledad de su encierro y el peso de su culpa. Los Papas, dando ejemplo, han acudido en muchas ocasiones a cárceles y prisiones para practicar así la misericordia. En una de estas ocasiones Benedicto XVI les decía a los presos:

"«Estuve en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25, 36). Estas son las palabras del juicio final, contado por el evangelista san Mateo, y estas palabras del Señor, en las que él se identifica con los detenidos, expresan en plenitud el sentido de mi visita de hoy entre vosotros. Dondequiera que haya un hambriento, un extranjero, un enfermo, un preso, allí está Cristo mismo que espera nuestra visita y nuestra ayuda. Esta es la razón principal por la que me siento feliz de estar aquí, para rezar, dialogar y escuchar. La Iglesia siempre ha incluido entre las obras de misericordia corporal la visita a los presos".

En los presos, los cristianos hemos de ver a Cristo, pero también hemos de recordar que Cristo quiso permanecer preso en el Sagrario. En la Hostia, adoremos a Cristo Preso. Sintámonos también nosotros felices de estar ante la Custodia para rezar, dialogar y escuchar. Cristo a la espera de nuestra visita. La Escritura nos recuerda en efecto cómo Cristo estuvo preso:

"Los hombres que le tenían preso se burlaban de él y le golpeaban; y cubriéndole con un velo le preguntaban: «¡Adivina! ¿Quién es el que te ha pegado?» Y le insultaban diciéndole otras muchas cosas. En cuanto se hizo de día, se reunió el Consejo de Ancianos del pueblo, sumos sacerdotes y escribas, le hicieron venir a su Sanedrín y le dijeron: «Si tú eres el Cristo, dínoslo». El respondió: «Si os lo digo, no me creeréis. Si os pregunto, no me responderéis. De ahora en adelante, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios» (Lc 22, 63-69).

Cristo estuvo preso durante su pasión, quiso sufrir esa humillante condición de no poder moverse con libertad, de someterse su cuerpo a la decisión de otros, de sufrir vejaciones e insultos de sus carceleros, para solidarizarse con todos los presos de la historia. Pero con el agravante, en su caso, de la suma injusticia. De alguna manera en el sagrario continua esta pasión, en la medida en que no tratamos con el cuerpo de Jesús como a un ilustre huésped sino como a algo despreciable. ¡Qué soledad la de Jesús en aquella noche de prisión! ¡Cuántas penas las de Jesús en el Sagrario!

Pero como contrapunto a ese rosario de insultos, hubo sin duda otras almas durante esas largas horas que quisieron ofrecer a Jesús un rosario de consuelos. Sin duda María, en aquella noche, no pudo pegar ojo, y se postró en adoración del cuerpo de Cristo prisionero por amor. María permaneció velando, consolando con su oración, en su presencia espiritual, no por silenciosa menos real. María fue consuelo y misericordia para Jesús en aquella noche de su cautiverio.

Nosotros en nuestras noches de Adoración también debemos practicar la Misericordia, es decir, visitar a Cristo Preso en la Eucaristía. Limitado y cautivo por las especies eucarísticas, pero todo poderoso por su divinidad. Cristo nos da ejemplo de suma humildad, pues al abajarse hasta el grado material más ínfimo se priva de su misma libertad, pero eso mismo, por la intención con la que está realizado, es modelo de una gran caridad.

Misteriosa paradoja, el preso debería ser yo y Jesús el inocente el que pudiera consolarme, pero Jesús quiso cambiar los papeles, todo lo puso patas arriba, y me encuentro que soy yo, el culpable, quien viene a visitarte a ti, el cautivo. Gracias Jesús.

Más de un santo ha tenido que pasar por una análoga experiencia de la prisión, y a muchos aquello les ha marcado, los pastorcitos de Fátima son un ejemplo:

Cuando, pasado algún tiempo estuvimos presos, a Jacinta lo que más le costaba era el abandono de los padres; y decía corriéndole las lágrimas por las mejillas: – Ni tus padres ni los míos vienen a vernos; ¡no les importamos nada! – No llores –le dice Francisco–; ofrezcámoslo a Jesús por los pecadores. Y levantando los ojos y las manos al cielo hizo él el ofrecimiento. – ¡Oh mi Jesús, es por tu amor y por la conversión de los pecadores! Jacinta añadió: – Y también por el Santo Padre y en reparación del Inmaculado Corazón de María. Determinamos entonces rezar nuestro Rosario. Jacinta sacó una medalla que llevaba al cuello, y pidió a un preso que la colgara de un clavo que había en la pared y, de rodillas delante de la medalla, comenzamos a rezar. Los presos rezaban con nosotros, si es que sabían rezar; al menos, se pusieron de rodillas. (Memorias de Lucía de Fatima, 12-13)

Pero quizá el mayor ejemplo es el de nuestro mismo fundador: “A primera vista, parece que no se halla relación alguna entre la santa Eucaristía y la situación de un preso, y entre las circunstancias en que se hallan respectivamente el Santísimo Sacramento y el encarcelado. Pero penetrando con la consideración, hay una afinidad entre uno y otro que no puede ocultarse. […] Sí, Dios mío, vos estáis también preso por amor en la Hostia Consagrada…Preso por amor y por voluntad…sois el consuelo de los que están encerrados por orden de los tribunales…” La lámpara del Santuario (1.05.1872).

En dos de sus grandes apostolados Trelles supo mirar a Cristo Preso, en la Eucaristía y en los prisioneros. Para consolarlo en el Sacramento fundó la Adoración Nocturna, para aliviarlo en los prisioneros fue comisionado para los canjes durante la Primera Guerra Carlista consiguiendo canjear más de 40.000 prisioneros, verdadero precursor del derecho humanitario, por amor de Jesús. Él siempre tuvo la convicción de que sirviendo a los presos se consolaba a Jesús Preso de Amor.

¿Conoces la pastoral penitenciaria de tu diócesis?

"Alguna vez había pensado a Cristo Eucaristía como un prisionero de amor?

¿Qué semejanzas y diferencias hay entre el sagrario y una cárcel?

 

 

OCTUBRE: Adorar con los Ángeles

ADORENLO LOS ÁNGELES DE DIOS

"De esta real presencia sólo hay un símbolo, uno solo, que le atestigua al alma fiel, y que con ser inanimado parece que propaga el misterio de amor y de sacrificio que allí custodia, bajo la guarda de los ángeles y a despecho de la ingratitud de los hombres. Y este símbolo expresivo y modesto, humilde y magnífico, hermoso y pequeño, inanimado y vivo a la vez, resplandeciente, aunque apenas disipa las sombras de la oscura noche, ni vence las tinieblas del templo, es una humilde luz que vive, arde y oscila en un lugar fijo, y que afecta pasajeros eclipses para reverberar mejor. Este símbolo, este signo, que es material y casi tiene vida, es una lámpara que sostiene un vaso en donde arde una pequeña mariposa” (Luis de Trelles, La Luz, símbolo cristiano, FLT, Vigo, 2016 p.100-101).

Ciertamente es rico el símbolo de la luz. Esa luz que oscila junto al sagrario nos habla de la presencia eucarística, pero también los Santos Padres entendían que cuando Dios “hizo la luz” se refiere a todas las criaturas espirituales, a los ángeles. No es tan diferente, los ángeles y la lamparilla siempre hacen lo mismo, adorar la presencia de Dios escondida en la Eucaristía.

Hoy somos invitados a adorar al Verbo con los ángeles de Dios. Como la Iglesia nos invita en todos los prefacios de la Misa, juntémonos a todos los coros angélicos para proclamar a Dios tres veces santos y postrarnos en su presencia.

De la Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles (CEC 333). En su liturgia, la Iglesia se une a los ángeles para adorar al Dios tres veces santo; invoca su asistencia en el Canon romano o en la liturgia de difuntos, o también en el "himno querúbico" de la liturgia bizantina y celebra más particularmente la memoria de ciertos ángeles (san Miguel, san Gabriel, san Rafael, los ángeles custodios) CEC 335.

Nuestra misión es la misma que la de los ángeles: adoración y servicio al Verbo encarnado. No olvidemos que cuando Dios introdujo a su primogénito en la nueva tierra dijo “Adórenlo todos los ángeles de Dios” (Hb 1, 6). No olvidemos que Jesús nos dice que nuestro ángeles “están siempre viendo el rostro de mi Padre” (Mt 18,10). Ellos no cesan de adorar, en esta noche nos invitan a adorar junto a ellos. Como hicieran en aquella otra noche:

"Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace” (Lc 2, 10-14).

Ángeles fueron los que protegieron a Jesús durante su infancia, avisando a los Magos de las intenciones de Herodes, advirtiendo a José para que huyera o anunciándole que ya podía volver. (cf Mt 1, 20; 2, 13.19). Ojalá los ángeles nos ayuden a ser tan fieles guardadores y custodios del cuerpo de Jesús.

Ángeles fueron los que se le acercaron a Jesús después de las tentaciones del desierto. Para reparar el non serviam satánico que tiene incluso la desfachatez de sugerir a Jesús que le adore a Él, los ángeles buenos por el contrario le adoran y le sirven (cf Mc 1, 12; Mt 4, 11). Sólo a Dios adorarás. ¿Seremos nosotros ángeles de luz?

"Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (cf Lc 22, 43).

Que los adoradores nocturnos podamos escuchar, como aquel ángel estas hermosas palabras después de cada vigilia: “esta noche habéis sido consuelo de Jesús en Getsemaní”.

Pero que no nos quedemos sólo en imitar a los ángeles adorando a Jesús ¡ya es mucho! ¡pero no es suficiente! Debemos imitar también a los ángeles sirviéndolo, evangelizando, anunciando. Seamos luz, no sólo para la gloria de Dios, sino también para todos nuestros hermanos que esperan escuchar el mensaje de Jesús.

Como Gabriel a Zacarías y a María (cf Lc 2, 8-14), como aquellos ángeles a la mujeres: “no está aquí ¡ha resucitado!” (cf Mc 16, 5-7). Que podamos unir nuestras voces a aquellos ángeles que cantarán la segunda venida de Cristo (cf. Mt, 24, 31).

Los santos nos animan a venerar y amar a los ángeles, para con ellos, venerar y amar a nuestro Creador:

A sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Estas palabras deben inspirarte una gran reverencia, deben infundirte una gran devoción y conferirte una gran confianza. Reverencia por la presencia de los ángeles, devoción por su benevolencia, confianza por su custodia. Porque ellos están presentes junto a ti, y lo están para tu bien. Están presentes para protegerte, lo están en beneficio tuyo. Y, aunque lo están porque Dios les ha dado esta orden, no por ello debemos dejar de estarles agradecidos, pues que cumplen con tanto amor esta orden y nos ayudan en nuestras necesidades, que son tan grandes. Seamos, pues, devotos y agradecidos a unos guardianes tan eximios; correspondamos a su amor, honrémoslos cuanto podamos y según debemos. Sin embargo, no olvidemos que todo nuestro amor y honor ha de tener por objeto a aquel de quien procede todo, tanto para ellos como para nosotros (San Bernardo Abad, Sermón 12 sobre el salmo 90: 3,6-8 (Opera Omnia, ed. cisterc, 4 [1966], 458-462).

¿Le he puesto nombre a mi ángel de la guarda?

¿Le pido que me ayude a adorar?

¿Tengo devoción a san Miguel, san Gabriel y san Rafael?

 

 

NOVIEMBRE: Adorar con los Santos

CUM SANCTIS TUIS

Te adoro profundamente en ese Augusto Sacramento, y te doy rendidas gracias por haber instituido ese compendio de maravillas, resumen de tus finezas, y evidente testimonio de la ternura de tu amor. Y para dártelas más incesantes, convido a todos los justos de la tierra y bienaventurados del cielo, uniendo con ellos los afectos de mi corazón, y deseando ardientemente alabarte y ensalzarte por toda la eternidad... En todos ellos te adoro humildemente desde este lugar, uniendo mis débiles obsequios con el fervor y devoción de los Santos más fieles y amantes de tu Corazón Santísimo. Admite, Jesús amoroso, mis ardientes súplicas, para que adorándote Sacramentado por nuestro amor en esta vida, te bendiga y ensalce después eternamente. Amén. (Luis de Trelles: Hablando con Jesucristo Sacramentado. Oraciones, FLT, Vigo, 2013, p.156).

Profunda y bella oración. Trelles invita a los santos a unirse a su adoración. Nosotros hoy somos invitados por los santos a unirnos a su adoración. Todos los justos, del cielo y de la tierra se inclinan ante uno sólo: Dios Nuestro Señor. Que podamos nosotros ser contados entre los santos más fieles y amantes del Corazón de Jesús.

La comunión de los santos, ese gran misterio que trasciende el espacio y el tiempo y une a todos los miembros de la Iglesia. Los de arriba y los de abajo, los que luchan y los que ya han vencido, los que se purifican y los limpios. Todos quedan unidos por la gracia divina que los transforma interiormente y los asemeja a Jesús.

Cada uno a su manera, pero todos convergen en un mismo centro, en un mismo altar. La unión se realiza por la intercesión, por las súplicas, por los favores de unos para con otros, pero si en algún lugar se hace fuerte esta comunión es en la Eucaristía.

La más excelente manera de unirnos a la Iglesia celestial tiene lugar cuando celebramos juntos con gozo común las alabanzas de la Divina Majestad, y todos, de cualquier tribu, y lengua, y pueblo, y nación, redimidos por la sangre de Cristo (cf. Ap 5, 9) y congregados en una sola Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza a Dios, Uno y Trino. Así, pues, al celebrar el sacrificio eucarístico es cuando mejor nos unirnos al culto de la Iglesia celestial, entrando en comunión y venerando la memoria, primeramente, de la gloriosa siempre Virgen María, mas también del bienaventurado José, de los bienaventurados Apóstoles, de los mártires y de todos los santos (Lumen Gentium 50).

Así que hoy, ante esta custodia no simplemente estoy yo, ni siquiera sólo mi turno de adoración, hoy y aquí toda la Iglesia adora a su Dios. Hoy hemos de adorar con todos los santos a Aquel que los hizo santos. Hoy estamos invitados a introducirnos en aquella muchedumbre innumerable de la que habla el Apocalipsis (Apoc 7, 9-12):

"Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos”. Blancas vestiduras, resplandecientes cual recién bautizados, llenos de gracia y ante el trono donde se sienta Cristo, el cordero inmaculado. Palmas en las manos, como los mártires que han derramados su sangre en testimonio. Qué alegría poder pertenecer a esa muchedumbre un día. Contemplemos ese espectáculo, mejor, hagámonos parte de él.

"Y gritan con fuerte voz: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero». Y todos los Ángeles que estaban en pie alrededor del trono de los Ancianos y de los cuatro Vivientes, se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: «Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amen»”.

Sólo el Cordero nos trae la salvación, sólo Dios salva. Nadie más. Nada más. Sólo Él merece plena y total adoración. Con los ángeles y los santos, repitamos también nosotros esa preciosa letanía. Situémonos como ellos rostro en tierra postrados delante del trono y simplemente, adoremos.

Nos podría entrar un poco de vértigo, pensar que no somos dignos de incluirnos entre el número de los santos, no estamos a la altura de un san Pablo, de un san Francisco Javier, de un san Agustín… Pero recordemos, como santa Teresita, que, en el jardín de las almas, Dios quiere flores muy variadas:

"Él ha querido crear grandes santos, que pueden compararse a los lirios y a las rosas; pero ha creado también otros más pequeños, y éstos han de conformarse con ser margaritas o violetas destinadas a recrear los ojos de Dios cuando mira a sus pies. La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos”.

Tomemos ejemplo de ella, ¿qué hizo para llegar a ser santa?:

Me presenté ante los ángeles y los santos y les dije: «Yo soy la más pequeña de las criaturas. Conozco mi miseria y mi debilidad. Pero sé también cuánto les gusta a los corazones nobles y generosos hacer el bien. Os suplico, pues, bienaventurados moradores del cielo, os suplico que me adoptéis por hija. Sólo vuestra será la gloria que me hagáis adquirir, pero dignaos escuchar mi súplica. Ya sé que es temeraria, sin embargo, me atrevo a pediros que me alcancéis: vuestro doble amor» (Santa Teresita, Historia de un alma).

En esta noche de adoración, pidamos con audacia a todos los santos, su doble amor: a Dios y a los hermanos, para adorar en su compañía.

"Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios; en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su rey y maestro; que podamos nosotros, también, ser sus compañeros y sus condiscípulos” (Martirio de san Policarpo 17, 3).

¿Qué santos invito a adorar conmigo?

¿Hay algún santo que inspire más particularmente tu oración?

iquest;Cómo vives el misterio de la comunión de los santos?

 

 

DICIEMBRE: Adorar con Esperanza

ADOREMUS IN AETERNUM…

No hay una jaculatoria más usada entre la gente devota. Pero tal vez no hay una oración menos reflexivamente pronunciada. ¿Qué es? ¿Qué significa? ¿Qué debe pensar o sentir el cristiano al pronunciarla? ¿Qué frutos de espiritual aprovechamiento pueden sacarse de esta idea tan sencilla como profunda? He aquí lo que se nos ocurrió estudiar, y decir a nuestros queridos lectores.

La jaculatoria que nos preocupa es una alabanza a Dios, Nuestro Señor, en el Augusto Sacramento. Significa un acto de fe, de esperanza y de caridad al huésped carísimo del sagrario. El católico que pronuncia dichas palabras atestigua su presencia real, y he ahí el ejercicio de la fe. Espera en Él como principio y fin de nuestra peregrinación sobre la tierra. Y anuncia también un pensamiento de amor, deseando que sea bendito y alabado el Verbo divino encarnado y sacramentado (La Lámpara del Santuario, 5 (1874) 405-410). Espero Dios mío que por los méritos de Jesucristo Nuestro Señor me perdonarás todos mis pecados, y me darás la gloria, si vivo como un buen cristiano. Amén.

En las jaculatorias se encierra a veces verdaderos tesoros de piedad. Saborearlas y meditarlas hace que cuando las repetimos nuestra mente saque mayor provecho de sus palabras. Adorar al Santísimo Sacramento, siempre, aunque sea por una breve jaculatoria conlleva un acto de fe, un acto de amor y un acto de esperanza. Hoy nos fijaremos en la esperanza.

Nadie puede vivir sin esperanza, y la vida cristiana, sin esperanza, acaba marchitándose irremediablemente. ¿Qué hemos de esperar? ¡El Cielo! Nada menos, nuestra salvación eterna, y la de los nuestros, y el triunfo de la Iglesia Católica en el mundo, y la conversión de los pecadores, y la perseverancia final, y los “cielos nuevos y la tierra nueva”. ¿Cabe todo esto en mi esperanza? ¿No? ¡Pues necesito más esperanza!

Sería iluso pretender que todo eso lo vamos a alcanzar por nuestros proyectos o estrategias. Esperanza significa poner nuestra confianza en la promesa de Cristo y en la ayuda de su Espíritu. Qué esperar y de quién confiar obtenerlo son dos cosas que se aprenden ante el Santísimo Sacramento. La Eucaristía es como un adelanto de todo el tesoro que un día nos será concedido, la prenda de la gloria futura, el trailer de la nueva creación. Y, a la vez, es el punto firme de apoyo donde hemos de anclar nuestra confianza.

"De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva en los que habitará la justicia (cf 2 P 3,13), no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio, "se realiza la obra de nuestra redención" (LG 3) y "partimos un mismo pan [...] que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre" (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Ephesios, 20, 2).” (CEC 1405).

Se han puesto distintas imágenes para representar la esperanza. Muchas veces se habla de ella como de un ancla. Si nuestra alma es una navecilla en el mar tempestuoso de la vida, la esperanza es el ancla que nos proporciona seguridad y firmeza. También se habla en la Escritura de un yelmo. Dentro del combate cristiano, protegemos la cabeza, lo más importante con la esperanza.

Una de las cosas más hermosas de la esperanza es que no sólo impulsa para conseguir lo deseado sino que además atrae ya lo que busca y de alguna manera sólo con esperarlo se pregusta. Esperar es ya ir gozándolo. Esto es palpable en cada vigilia de adoración. En ellas esperamos, el alba, la gracia de Dios, la gloria del Cielo… pero haciéndolo de alguna manera empezamos ya a vislumbrar las maravillas que gozaremos. Pregustamos lo que habrá. Es por eso que la esperanza se expresa y se alimenta en la oración. Esperar adorando la Eucaristía es lo que harían las vírgenes sensatas:

(Mt 25, 1-13) Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas.

Todas ellas esperaban, pero algunas, más inteligentes supieron armar su espera con una ayuda luminosa. Todo cristiano espera la vuelta del esposo, pero ojalá que sepamos esperar con la luz de la piedad eucarística.

Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a media noche se oyó un grito: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!" Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: "Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan".

Muchas veces el novio tarda, nuestra espera se adormila, pero pidamos que nunca nos veamos sin el aceite para nuestra lámpara. Salgamos al encuentro de Jesús, desde ya mismo, en cada noche, en cada vigilia de adoración.

Pero las prudentes replicaron: "No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis". Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta.

La piedad eucarística no se puede intercambiar, es un bien que hay que cultivar día a día, mes a mes, es algo muy personal, como un regalo de bodas para cuando el esposo aparezca por fin. Celebrar la boda es alcanzar lo que se esperaba. Un día toda la humanidad, cual Jerusalén celeste será vestida de novia y alcanzará el anhelo más profundo de la creación: su renovación en Cristo.

«Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 19-23).

Hay un santo que con especial finura supo resumir todo lo que significa la esperanza, todo lo que nos permite esta virtud cuando la ponemos en juego ante la Eucaristía. Acaba san Claudio su famoso Acto de Confianza diciendo:

"Para mí es seguro que nunca será demasiado lo que espere de Ti, y que nunca tendré menos de lo que hubiere esperado. Por tanto, espero que me sostendrás firme en los riesgos más inminentes y me defenderás en medio de los ataques más furiosos, y harás que mi flaqueza triunfe de los más espantosos enemigos. Espero que Tú me amarás a mí siempre y que te amaré a Ti sin intermisión, y para llegar de un solo vuelo con la esperanza hasta dónde puede llegarse, espero a Ti mismo, de Ti mismo, oh Creador mío, para el tiempo y para la eternidad".

A Ti, de Ti. Eso es la esperanza.

¿Cómo es mi capacidad de espera?

¿¿Hay alguna cosa en que ya haya tirado la toalla?

¿¿Conoces a alguien que haya desesperado en algún sentido?

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