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Si el rey fuera mi amigo
Si los creyentes creyeran verdaderamente, se volverían locos en estos días de Navidad. Literalmente locos y de gozo, como San Francisco de Asís, el Juglar de Dios, que vivía la Navidad entre maravillosos disparates. Un año en que la fiesta cayó en viernes, uno de sus monjes, el hermano Morico, sentía escrúpulos de comer carne en día de vigilia. Y Francisco, después de pedirle que se sentara a su lado en la mesa, le dijo:
- Hermano Morico, no hay viernes que importe cuando es Navidad. Al contrario; si las paredes pudieran comer carne, se la ofrecería, para que también ellas pudieran celebrar el nacimiento de Nuestro Señor.
Y, convirtiendo su palabra en parábola, se levantó y, con un trozo de carne, frotó largamente las cuatro paredes de la Porciúncula. Sólo cuando lo hubo hecho, volvió a sentarse satisfecho. Y dijo:
-Si el rey fuera mi amigo, te pediría que en este día ordenase a todo el mundo que sembrara trigo en los patios y en las calles durante la Navidad, para que hicieran fiesta nuestros hermanos los pájaros.
Si el rey fuera mi amigo, le diría que ordenara que, en estos días, cuantos tienen bueyes y asnos en sus establos, los lavasen con agua tibia y les dieran doble ración de alimento. Y en cuanto a los ricos, estos días tendrían que abrir sus puertas a los pobres y servirles personalmente de comer. ¡Porque Cristo ha nacido, y con Él la danza, la alegría y la salvación!
¡Dios, y pensar que aún hay quien dice que el cristianismo ha venido a entenebrecer la Tierra! ¡Pensar que los cristianos han olvidado que ellos son los mensajeros del entusiasmo, del gozo y la danza!
Dios, dice la Biblia, hizo al hombre a su imagen y semejanza. Pero con el paso de los siglos, el hombre se vengó haciendo a Dios a imagen y semejanza suya. Y, como el hombre es triste y aburrido, no puede ni imaginarse que Dios pueda ser de otra manera. Le pusimos barba de anciano porque no nos parecía suficientemente serio que Dios fuera más joven que todos nosotros. Y, cuando vino al mundo, no le reconocimos. ¡Lógico! ¿A quién se le ocurre descender en forma de bebé? Si Dios se hubiera encarnado en forma de arzobispo, de farmacéutico, de carabinero o de catedrático, habría tenido alguna posibilidad de ser reconocido. ¿Pero hay algo más inverosímil que un Dios-bebé, que no sabe ni hablar?
Belén fue el gran truco, el disfraz que jamás imaginó ilusionista alguno. Un truco que, por de pronto, nos obligaba -¡qué pirueta!- a cambiar nuestros conceptos de Dios y del hombre. Si un hombre era Dios, ser hombre era algo muchísimo más importante de cuanto nuestros filósofos imaginaban. Si Dios se hacía pequeñito, ya no bastaba con adorarle y menos con temerle; había que amarle, como se aman las cosas que se pueden estrechar entre los brazos. Y si Dios y el hombre eran mucho mejores de lo que nosotros esperábamos, ¡qué danza era la vida, qué saltimbanquería era la eternidad!
Por eso, cuando Él vino, el primer efecto que su llegada produjo fue un estallido de locura: una virgen dio a luz; una vieja dejó de ser estéril; un mudó profetizó; unos pastores se pusieron a hablar con los ángeles; unos reyes abandonaron sus reinos y se atrevieron a perder sus coronas; un viejo, Simeón, dejó de temerle a la muerte; los ángeles no sabían ya si el cielo era tierra o la tierra cielo. Sólo los listos de este mundo siguieron siendo cuerdos, porque ni se enteraron.
Pero luego, ay, vino la historia con su barniz de aburrimiento y cambió las grandes locuras por las peque&ntlde;as tonterías. Y la gente prefirió comer turr&ocute;n a derretirse de alegría, ponerse gorritos de papel a estar loco de veras. Y en muchos corazones floreció un gozo tan artificial que casi parecía una tristeza.
Y ahora ya nadie unta de carne las paredes, ni cree que los pájaros sean hermanos nuestros, porque el bostezo se ha hecho dueño del mundo. Por eso, si Dios, o el rey, o el que mande, fuera mi amigo, yo sólo le pediría que los creyentes crean. Porque si se atrevieran a creer serían felices. Y la locura interior se les daría por añadidura.
José Luis Martín Descalzo
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