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El hombre que quiso ayudar a Cristo

El buen campesino entró en la ermita del Santo Cristo; se arrodilló a sus pies y sus ojos se clavaron en la doliente imagen del Redentor. Una pena inmensa le penetró en el corazón.

- ¡Oh, Señor! - gimió dolorido- ¡Si yo pudiera hacer algo por Ti! ¡Si al menos durante una hora pudiera reemplazarte!

Apenas si había dicho estas palabras cuando desde lo alto le llegó una voz:

- ¡Bien! Bajaré de la Cruz y ocuparás mi lugar. La Cruz es tuya. ¡Sube! Sólo te pido paciencia. No dirás una palabra; calla, calla, como el cielo estrellado calla sobre la silenciosa tierra.

El campesino veía ahora las cosas con otros ojos, como desde el interior de una máscara. Sentía perfectamente cómo sus brazos se echaban hacia atrás y los nudillos, sus nudillos, rozaban la áspera madera de la Cruz, pero no sufría...

La vida empezó a desplegarse ante él como un tapiz, donde los hombres figuritas de colores animaban el caso. Y sintió que los rasgos de su rostro se transformaban más y más en los del Cristo...

De pronto oyó: -¡Gracias, Señor, de Ti lo he recibido...!

Miró hacia abajo. Allí estaba arrodillado el granjero más rico del condado. Nunca le había visto nadie en esa posición.

-¡No será tan malo como cree la gente! -pensó el labrador.

El granjero no era hombre de gran misticismo; al minuto se irguió, hizo una vaga genuflexión y..., en ese instante el campesino vió desde lo alto de la cruz cómo resbalaba una pequeña bolsa de cuero sobado, repleta, al parecer, de redondas monedas de oro. Al incorporarse el hombre le cayó del cinto sin que él lo notase.

El crucificado abrió la boca para advertirle, pero... se mordió los labios. Recordó la recomendación del Señor y calló, calló como el cielo silencioso sobre la tierra.

Y mientras dudaba si sería éste el silencio que le había ordenado Jesús, llegó un hombre cantando y se puso ante el Crucifijo:

- Señor, estoy en un momento difícil, pero confío en Ti porque sé que tú me ayudarás...

Es cierto que ese hombre necesitaba dinero, pero su voz tenía el convencimiento de que no estaba en él la dicha, y al del Crucifijo se le enterneció el corazón. ¿Cómo podría ayudarle?

Pero...¡no era ya necesario! La mirada del hombre tropezó con la bolsita de cuero, se inclinó la abrió y la rubia luz de las monedas se desparramó entre sus manos. Se fue alegre como unas pascuas, cantando a la providencia.

-¡Ya sabía yo, Señor, que tú me ayudarías!

El crucificado quiso detenerle, decirle:

-¡Ese dinero no es tuyo! ¡Yo conozco su dueño!

Pero calló, calló nervioso, pensando en ese silencio que lo igualaba al cielo estrallado y silencioso sobre la paciente tierra...

Y al poco rato apareció una joven aldeana con una brazada de flores. Con arte inconsciente empezó a colocarlas. Mientras ponía unas blancas margaritas a los pies del Crucifijo le habló así:

- ¡Soy feliz, Señor! ¡Gracias, Señor! Muy pronto será la boda, ¿sabes? Es el mejor mozo de la aldea...¡Hazlo bueno, Señor...!

Absorta en su alegre plegaria no sintió llegar al rico granjero, sofocado por la carrera. No le oyó revolver con la fusta todos los rincones...Él tampoco se había fijado en ella pero al verla se detuvo un momento, y luego, como si a través de las sombras se le hubiera hecho luz, la cogió por un hombro y...

-¡Dame mi dinero! ¡Devuélveme mi dinero!

La muchacha enmudeció y su silencio exasperó más al granjero, que alzó la fusta sobre ella:

-¡Mi dinero! ¡Mi dinero!

Echó la fusta para atrás y luego la bajó veloz sobre la asustada muchacha, pero no llegó a tocarla... La mano del Crucifijo se engarfiaba sobre la muñeca del granjero.

-¡Es inocente! - gritó.

El granjero sacudió violento la cabeza como si pretendiera despertar de una pesadilla grande. Pero no, allí estaba la mano desclavada y algo que aún hablaba en el rostro del crucificado. Lanzó un quejido y anduvo unos metros de espalda, sin convencerse, y, de pronto, huyó.La muchacha corría ya desolada por los campos.

El de la cruz vió a Cristo verdadero que le miraba con tristeza y que le decía serenamente:

-¡Deja la Cruz! Te ordené que callaras.

-¡Pero, Señor! ¿Cómo podía consentir esa injusticia?

-¡Baja, baja! - insistió dulcemente Cristo-. No comprendes, no puedes entender... Era necesario que uno perdiera el dinero; que otro lo encontrase y un tercero que sufriera por todo ello.

" ¿Quieres entender a la providencia? El primero ya no pecará con dinero mal habido; el segundo realizará una obra buena, y la aldeana, demasiado feliz, sabría que en la tierra no hay dicha completa...

De esta manera me valgo yo de los acontecimientos para gobernar a unos y a otros..."

La ermita quedó como antes estaba. Tan sólo el brazo desclavado y los ojos del Crucificado indicaban un extraño misterio.

Desde hace siglos se santiguan los campesinos cuando pasan ante el Cristo y recuerdan la lección de la paciencia. Aprietan los labios y callan, callan, mientras marchan silenciosos por la callada y paciente tierra bajo el callado cielo estrellado...

Leyenda lituana

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